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Al volante de su destino: la historia de Clara Kunze, pionera en el norte misionero

A las cuatro de la mañana, con el parabrisas cubierto de escarcha y las vacas temblando en el remolque, Clara Kunze discutía con un inspector que se negaba a dejarla pasar. “Usted no puede manejar camión”, le dijo el hombre, señalando su registro. “¿Y por qué no?”, preguntó ella. “Porque es mujer”.
Clara no levantó la voz. Solo apuntó hacia los animales que la esperaban detrás y le advirtió: “Si una se cae, las otras la pisan. Usted se hace responsable”. El agente, pálido, le abrió paso. Y ella siguió.
“Así fue siempre mi vida —dice hoy, con una sonrisa cansada pero orgullosa—. Si me cerraban una puerta, pasaba igual”.

Entrevista a Clara Kunze

Del campo al asfalto

Hace 41 años, Clara llegó a Eldorado con una valija pequeña y una decisión grande: empezar de cero. Venía del campo, sin madre desde los cuatro años, criada entre cosechas de yerba y tung. “De chica aprendí que no se puede estar de balde ni un ratito —recuerda—. El trabajo era lo que nos mantenía de pie”.
Primero vendía bolsas compradas a otras fábricas. Poco a poco, con su pareja, Luis, levantaron su propio taller: Plastinor, una empresa familiar que llegó a tener seis camiones y repartía por toda Misiones y Corrientes. “Nos hicimos desde cero. No teníamos nada, ni siquiera herramientas. Todo lo que logramos fue ahorrando, cuidando cada peso, reparando los camiones nosotros mismos”.

Mujer al volante

Clara aprendió mecánica mirando. Purgaba motores, cambiaba filtros, reparaba lo que se rompía. “Si chupaba aire el camión y yo sabía cómo purgarlo. Nunca me quedé en la ruta, jamás tuve un accidente. En 65 años manejando, ni una multa”.
Pero si el camino fue largo, lo fue sobre todo por la resistencia que encontró. “En las casas de repuestos me trataban como si no supiera nada. Había diez hombres comprando y a mí ni me miraban. Y si me atendían, me tiraban el filtro como diciendo ‘tomá, nena’. Eso era lo que más dolía: que te miren como si no valieras”.
Aun así, volvió cada vez. A comprar, a reparar, a demostrar. No por orgullo —dice— sino por necesidad y por respeto a sí misma. “No iba por capricho. Iba porque necesitaba el repuesto. Y porque no iba a dejar que me falten el respeto solo por ser mujer”.

Una vida en movimiento

Clara habla con la serenidad de quien ya recorrió todo tipo de rutas. En su fábrica, el olor a plástico derretido se mezcla con el del mate recién cebado. Todavía supervisa el trabajo, aunque admite que está “achicando un poco” después de tantos años.
El negocio cambió: la prohibición de bolsas plásticas y el avance de las biodegradables afectaron las ventas. Pero su espíritu sigue firme. “La gente me dice que me calme, que descanse. Pero yo no sé estar quieta. Es mi forma de vivir”, confiesa.

Contra el silencio y la desigualdad

Lo que más la enoja hoy no son los problemas económicos, sino las viejas costumbres que persisten. “A las mujeres todavía las miran como si fueran de segunda. Pero ahora, por suerte, ya nos hacemos respetar. Antes nadie podía denunciar si te acosaban, si te tocaban o te decían algo. Te culpaban a vos. Hoy ya no. Eso cambió, y es bueno que cambie”.

El legado del esfuerzo

Clara dice que no estudió, que apenas terminó sexto grado. Pero su vida entera es una lección de trabajo, dignidad y constancia.
“Me dicen que soy más mamá que jefa —ríe—. Y sí, capaz. Siempre traté de ser correcta con la gente, de respetar a todos. Nunca me quedé quieta, ni me rendí. Por eso llegamos hasta acá.”

Su historia no tiene épica ni lujos, pero sí una fuerza que se siente en cada palabra. La misma que la empujó aquella madrugada helada, cuando un inspector la quiso detener y ella siguió adelante, con el motor rugiendo y las vacas quietas detrás.
Porque, como dice Clara Kunze, “una mujer puede manejar un camión, un negocio o su propia vida. Lo importante es no frenar”.

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