La guerra invisible de Río: la matanza en la Sierra de la Misericordia y la rutina de los vivos entre los muertos
Primero se oyen las motos. Después, el motor de una camioneta negra que trepa la rúa José Rucas, entre gritos, teléfonos encendidos y una multitud que se abre a los costados como un cuerpo que respira con miedo. En la caja, dos cadáveres. No son los únicos.
Los espera un furgón anaranjado de Defensa Civil con una inscripción pintada en letras blancas: “Recolhimento de cadáveres”. Dentro caben cuatro ataúdes. Los hombres bajan los cuerpos tomándolos de los brazos y los tobillos, con la naturalidad de quien ya lo ha hecho muchas veces. Las mujeres, en cambio, se arrojan sobre ellos antes de que toquen el suelo. Lloran, gritan nombres.
Es martes por la tarde en el Complejo da Penha, un entramado de doce favelas que se enroscan al norte de Río. Aquí, en lo alto, comienza la Sierra de la Misericordia, escenario de una de las operaciones policiales más sangrientas en la historia reciente de Brasil.o.

La batalla
Durante la madrugada, unos 2.500 agentes de las fuerzas de seguridad del Estado de Río de Janeiro desplegaron un operativo para capturar a líderes del Comando Vermelho, la organización criminal más poderosa del país. Según la versión oficial, la acción dejó 64 muertos —cuatro de ellos policías— y unos 30 detenidos.
Pero al amanecer del día siguiente, los cadáveres comenzaron a multiplicarse. Cuerpos con uniformes de camuflaje, cuerpos en ropa civil. Algunos maniatados. Otros con heridas de arma blanca. En la cima de la Sierra, se encontraron al menos 70 más.
El número final aún es incierto. Las ONG locales hablan de más de 130 muertos. Las autoridades no lo confirman. En los callejones de Penha, los familiares bajan los cuerpos por su cuenta, en camionetas prestadas o mototaxis improvisados. Los colocan en fila sobre la calle Rucas, donde los vecinos han levantado una suerte de altar con velas, flores y silencio.
Las versiones que chocan
El relato oficial es preciso y distante: los muertos eran “narcotraficantes armados”, abatidos durante enfrentamientos con la Policía.
El relato de los vecinos es más turbio.
“Ellos no son lo que dice el gobierno”, dice Claudia, una mujer que lleva medio siglo viviendo aquí. “Nos ayudan. Mis hijos comieron gracias a ellos. Aprendieron a leer. Los políticos nunca vinieron.”
Otro hombre, más joven, asiente. “El Comando Vermelho roba, claro. Pero también protege. Si usted llama a la Policía, no vienen. Si llama a ellos, vienen en cinco minutos.” No quiere dar su nombre. “Después me buscan.”
En los techos, niños observan desde reposeras la procesión de cuerpos. En la vereda, una verdulería sigue abierta: “Abacaxi — 10 reais”. A pocos metros, una hamburguesería cerrada con tablas. No hay un solo patrullero en el lugar.
Misericordia y guerra
Los testimonios recogidos por la ONG Viva Río trazan una secuencia que parece de guerra: cuando la Policía subió desde Penha, los combatientes del Comando intentaron escapar hacia el otro lado de la sierra, donde se encuentra el Complejo do Alemão. Desde allí también avanzaban tropas. Quedaron atrapados entre dos fuegos.
“Fue un combate cuerpo a cuerpo”, dijo un integrante de Defensa Civil bajo reserva. “Algunos estaban armados. Otros no.”
Lo que ocurrió en esas horas en la Sierra de la Misericordia se convirtió en una línea divisoria: el operativo más grande desde que Cláudio Castro, aliado del expresidente Jair Bolsonaro, gobierna Río. Y un nuevo frente de tensión con el gobierno federal de Luiz Inácio Lula da Silva, que acusa a las autoridades locales de usar la violencia como herramienta política.
Los vivos que quedan
A media tarde, un camión cisterna de la municipalidad pasa rociando espuma blanca. Cuatro hombres con mamelucos arrastran el desinfectante con escobas. A los costados, mujeres embarazadas, ancianos, chicos de ocho o diez años observan la escena como quien mira pasar la lluvia.
En una de las paredes, pintado con aerosol rojo, un mensaje sobresale entre el hollín de los autos incendiados:
“Organize seu ódio.”
Organiza tu odio.
En Río, esa consigna parece más advertencia que deseo. Porque aquí, entre los cerros de la Misericordia y las sombras del poder, la guerra no se anuncia: simplemente no termina.
