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Plan de inteligencia, ataques y silencio oficial. Una amenaza directa a la democracia

La reciente filtración de un documento de la Secretaría de Inteligencia desató una cadena de hechos preocupantes: vigilancia encubierta, ataques digitales y un creciente enfrentamiento entre el poder y la prensa crítica.

La libertad de expresión en Argentina enfrenta un nuevo capítulo de tensión. Una investigación publicada por el periodista Hugo Alconada Mon, de La Nación, reveló la existencia de un “Plan de Inteligencia Nacional” (PIN) aprobado por la Secretaría de Inteligencia del Estado (SIDE). Lo que siguió a esa publicación encendió todas las alarmas: un ataque coordinado contra el periodista y la filtración de una directiva secreta adicional que sugiere una preocupante ampliación del aparato de vigilancia.

Según el documento filtrado, el plan contempla reunir información sobre periodistas, economistas y otros actores “capaces de erosionar la confianza en los funcionarios o manipular la opinión pública”. La formulación vaga y ambigua abre la puerta a una interpretación peligrosa: ¿quién define qué es manipular o erosionar? ¿A quién se considera una amenaza?

Horas después de publicada la investigación, Alconada Mon fue víctima de una serie de ataques: intentos de hackeo a su cuenta de WhatsApp, su perfil en X (ex Twitter), mensajes intimidatorios desde números desconocidos y hasta el registro de su nombre en un sitio pornográfico. Un hostigamiento sistemático que no puede entenderse separado del contexto.

La gravedad del hecho creció con la filtración de una directiva secreta firmada en enero por el director de operaciones de la SIDE. En ella se ordena “identificar y monitorear a actores no estatales y grupos sociales vulnerables que capitalicen la polarización política”. Nuevamente, los términos son alarmantemente amplios. ¿Se trata de ONGs, académicos, movimientos sociales? La amplitud deja abierta la posibilidad de que cualquier disenso quede bajo vigilancia estatal.

Organizaciones como ADEPA, FOPEA, la SIP y Amnistía Internacional repudiaron los ataques y alertaron sobre el riesgo de un aparato de inteligencia usado contra la prensa. Denuncian que estas acciones atentan contra el periodismo crítico y socavan los pilares de una democracia saludable. Mientras tanto, desde el gobierno, la respuesta fue contradictoria: la oficina presidencial confirmó la existencia del plan, pero negó que se utilice con fines persecutorios, y el propio presidente Javier Milei acusó a los medios de difundir “noticias falsas”.

La contradicción es elocuente. Mientras se niegan intenciones persecutorias, se deslegitima y ataca públicamente a quienes investigan y publican. El documento filtrado habla incluso de una “batalla cultural por el control del relato”, lo que sugiere una intención más profunda: moldear la narrativa pública, incluso a costa de la libertad de expresión.

Esta situación pone sobre la mesa una discusión urgente: ¿cuáles son los límites del poder de inteligencia del Estado? ¿Qué mecanismos de control existen para evitar que se usen estas herramientas contra ciudadanos, periodistas o movimientos sociales? ¿Quién fiscaliza lo que se define como “riesgo para la opinión pública”?

En una democracia, disentir no debería ser un acto riesgoso. El periodismo crítico es necesario para que el poder rinda cuentas. Si informar se vuelve una amenaza, si denunciar puede ser motivo de persecución, entonces no estamos frente a un problema menor, sino ante un síntoma de erosión democrática.

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